El arte, como antídoto contra el adormecimiento de mente y espíritu, siempre ha jugado un papel preponderante en las sociedades dinámicas, abiertas, creativas e innovadoras. Por ello, cuando se ha querido restringir libertades y dominar voluntades, los poderes de turno se han preocupado por controlarlo o minimizar su impacto e influencia.El arte, en sus distintas manifestaciones (música, pintura, arquitectura, literatura, danza, teatro, cine, etc.), desde tiempos inmemoriales ha sido vehículo de comunicación y por tanto de expresión emocional. Lo mismo para los creadores – artistas que para los receptores, el arte ha supuesto y supone un instrumento que nos permite experimentar con el potencial de nuestras reacciones emocionales con la finalidad de lograr una mejor adaptación a la vida diaria. El arte supone – ya lo dijo Aristóteles en su Poética – catarsis, liberación, purga cognitiva y convulsión emocional. Además, abre mentes y sintoniza corazones, proyectándonos hacia el juego, la exploración y el conocimiento. Y esto, claro está, para algunos siempre ha resultado impertinente o demasiado provocador.
La pintura, a través del color, la textura o el trazo, o la música, mediante el sonido, el ritmo o la melodía, nos pueden sugerir emociones de placidez, inquietud, armonía, tristeza o alegría.
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